El 24 de marzo de 1976 un golpe
militar desplazó el gobierno de Isabel Perón, inaugurando una etapa donde la
violencia, ya visible anteriormente, comienza a incrementarse enormemente. La dictadura
prevaleció hasta diciembre de 1983, cuando asume Raúl Alfonsín como presidente
constitucional.
Es interesante tener en cuenta para abordar el
análisis de este periodo el progresivo aumento de poder y de autonomía que
fueron concentrando las tres fuerzas y, asimismo, el papel de redentores que se adjudicaron. Se
autoproclamaban los legítimos defensores y garantes de la nación y los únicos
que podían acabar con el caos existente. Este discurso, sin embargo, sólo pudo ser posible con el consentimiento
de amplios sectores sociales y políticos.
En esta nota queremos destacar
que la imagen y el sentido de la última dictadura fueron mutando a lo largo de
estas dos décadas. La interpretación del pasado reciente es una construcción
que está sujeta a diferentes intereses, lo cual implica necesariamente una
lucha en la elaboración de ese pasado.
En un primer momento, hasta la
década del 90, la interpretación de la última dictadura estuvo fuertemente
relacionada a la violación de los derechos humanos. El ser humano es poseedor
de derechos inalienables y son las instituciones estatales las encargadas de
resguardar esos derechos. Este movimiento de derechos humanos estuvo dirigido
por sectores muy diversos, entre los cuales podemos destacar las mujeres.
A comienzos de la década del 90
las cosas fueron cambiando. Con la entrada del neoliberalismo y la necesaria
apertura económica, el pasado debía ser superado, no había espacio para
recordar. Aunque esto no significó que no siguiera habiendo reclamos de
justicia, la versión del pasado represivo oficial fue atenuado.
Al llegar a la actualidad, nos
encontramos con un cambio en la manera de ver y analizar el proceso
dictatorial. Ante la presión social la posición frente al pasado no está
orientada a dejar de lado sino a confrontar, y parece ser que no hay
intenciones de resolver y cerrar la cuestión.
Hemos sido parte en este país de
un proceso en el que se intentó borrar del espíritu Argentino la lucha: la
necesidad de organizarse como pueblo, de llevar adelante las banderas que nos
hicieron dignos como la de la justicia social, la soberanía política, la
independencia económica, la participación de los trabajadores en las ganancias
y en el poder político, la patria grande, el valor de la democracia, los
procesos de lucha popular y la importancia de construir el tejido social. Estas
premisas fueron ahogadas por el individualismo cultural que trajo consigo el
neoliberalismo y la globalización.
30.000 compañeros han sido desaparecidos
por el secuestro y matanza sistemática de cuadros y militantes en todos sus
frentes: políticos, gremial, cultural, artístico, académico, barrial,
religioso, con la intención de dejar a la masa sin capacidad de maniobra, sin
conducción política.
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